El monje en la orilla del mar (Der Mönch am Meer), óleo de Caspar David Friedrich, Dominio público, vía Wikimedia Commons

He oído decir, en varias ocasiones y a diversas personas, que José María Aznar es autista, como insulto. Hay muchos casos documentados sobre el uso peyorativo de la palabra autismo. Véase uno aquí. Para aumentar la confusión, Elon Musk predica de sí mismo que posee esos rasgos.

Hasta 1994, nos recuerda Simon Baron-Cohen, alguien quedaba diagnosticado como autista si presentaba retrasos en la adquisición del lenguaje o no llegaba a hablar, y además, desde los primeros años, síntomas como:

  • Intereses muy limitados y raros. Una muestra: ver una y mil veces, sin hacer otra cosa, las mismas películas de Disney, Blancanieves o La bruja novata, se tengan tres, siete, veinticinco o cincuenta años.
  • Rutinas muy fuertes y difíciles o imposibles de cambiar, como salir de casa a las 10:00 y nunca antes, tras haber comprobado la hora en dos o tres relojes de móviles diferentes.
  • Repeticiones. Ejemplo: siempre el mismo recorrido en un parque.
  • Balanceos.
  • Aleteo de manos.
  • Convulsiones, espasmos o sacudidas corporales intensas ante emociones como pueden ser las despertadas por un determinado vídeo de los Teletubbies.
  • Evitar mirar a los ojos.

«Los médicos de entonces lo llamaban autismo clásico —señala Baron-Cohen—, y todos hacíamos referencia al artículo publicado en 1943 por el psiquiatra infantil Leo Kanner, de la Universidad Johns Hopkins (Baltimore)», al que se atribuye el primer informe sobre el autismo.

En 1994, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA: American Psychiatric Association) publicó la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), que introdujo el síndrome de Asperger como un subgrupo del autismo. Se catalogaba así a personas con síntomas preocupantes de encerramiento en su mundo y falta de habilidades comunicativas, pero no discapacidad intelectual ni dificultades del lenguaje.

Hay al menos un asunto muy desagradable aquí, le parece a Baron-Cohen, y a mí también. El DSM-IV entronizó en la historia de la Medicina a un pediatra nazi que enviaba a niños discapacitados a que les practicaran el programa de eugenesia, es decir, a que los exterminaran. Ese pediatra era el austriaco Hans Asperger.

Cualquiera es autista

El otro asunto con consecuencias desafortunadas es que de la noche a la mañana cualquiera es autista, José María Aznar o Elon Musk. Afirma Baron-Cohen: «Entre 1998 y 2018, las tasas de autismo (el número total de casos, combinando el autismo clásico y el síndrome de Asperger) en el Reino Unido aumentaron aproximadamente un 787 %. En Estados Unidos, esa cifra combinada era de 1 por 150 en el año 2000; hoy la prevalencia es de 1 por 31. Gran parte de ese aumento se atribuye al enorme número de personas que buscan un diagnóstico de lo que entonces se llamaba síndrome de Asperger».

En 2013, la APA, en el DSM-5, cambió a la expresión unificadora «Trastorno del Espectro Autista» (TEA, en inglés: Autism Spectrum Disorder, ASD), acuñada por la psiquiatra británica Lorna Wing en 1979. Pero tampoco eso libra de la confusión. Escribe Baron-Cohen: «Una persona como Elon Musk puede llamarse autista, y esta es la misma etiqueta diagnóstica que se le da a un niño que nunca saldrá de casa o nunca podrá vivir de forma independiente, que presenta importantes discapacidades intelectuales y del lenguaje, y que a la vez, con frecuencia, padece epilepsia y se autolesiona».

Alison Singer, cofundadora de la Fundación para la Ciencia del Autismo en EE. UU. (Autism Science Foundation, USA), argumentaba en The New York Times que no se trataba solo de un debate académico: es evidente que las personas de estos dos grupos poseen diferentes necesidades de apoyo.

Neurodiversidad

El término autismo se utiliza políticamente también en otros sentidos. En 1998, Judy Singer, entonces una estudiante de Sociología, se inventó la palabra neurodiversidad (diferentes cerebros, como biodiversidad, tipos distintos de floras y faunas), para «impulsar un movimiento por los derechos civiles de las personas autistas y otras neurodivergentes, similar a los derechos de las mujeres, los derechos de las personas negras o los derechos de los homosexuales. Consciente o inconscientemente, el autismo se había vuelto político», apunta Baron-Cohen.

En 2017, en un discurso en la ONU, el mismo Baron-Cohen del artículo de hoy del Financial Times, llamó la atención sobre el hecho de que las personas autistas «seguían sin poder disfrutar de muchos derechos humanos, como el derecho a la educación, el empleo, la protección legal, la salud, la dignidad y el ocio. Las personas autistas corrían un mayor riesgo de abandonar la escuela, acabar desempleadas, desarrollar mala salud física y mental, experimentar aislamiento social, ser arrestadas y ser víctimas de abuso, acoso y delitos de odio».

Situación en Madrid

Como padre de un hijo autista con una alta discapacidad intelectual, puedo añadir que la cita del profesor Baron-Cohen en el párrafo anterior se queda corta en España, al menos en la Comunidad de Madrid. A pesar del empeño de familiares directos, el destino de nuestros hijos autistas ya crecidos, con alta discapacidad intelectual, con padres mayores y fuerzas decrecientes, son asilos que no se diferencian tanto de los que conoció el célebre doctor Asperger: Centros de Día descuidados por falta de medios y de capacidad directiva y residencias con peores características. Y esto no es la Viena de 1938 que vivió el señor Asperger, es el Madrid de noviembre de 2025.

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Aquí.


Autor: José Manuel Grau Navarro
Foto: «El monje en la orilla del mar» («Der Mönch am Meer»), óleo de Caspar David Friedrich. Dominio público, vía Wikimedia Commons
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Categoría: Sociedad
Etiquetas: Autismo