Sobre la muerte

Martina Draft, Pablo Bilz y yo, Lotrives, nos hemos tomado una cerveza con una ensaladilla rusa hoy a las 14:00 en el bar El Paraíso, al salir del trabajo. Llovía. Pablo ha soltado una de sus simpáticas ocurrencias cuando se nos acercaba el camarero. «Si llueve, el agua es redundante en el mar», ha sentenciado muy serio. Nos hemos reído, pero luego nos ha dejado perplejos cuando ha confesado que juega al ajedrez virtualmente y le gana a Peter Thiel, el multimillonario norteamericano que busca prolongar indefinidamente la vida en la tierra. Pablo no habla por hablar, así que le hemos creído. Martina le ha preguntado: «¿Vencerán la medicina y la técnica a la muerte y viviremos todos eternamente?». Lo hemos dejado ahí.
De camino a casa, casi me trago un semáforo en rojo porque le daba vueltas al asunto de la muerte. Como Martina, que pregunta y pregunta, me cuestionaba yo: «¿Es absurdo considerar la muerte como una consecuencia del pecado original y como puerta a la vida eterna?»; «¿nos dice algo hoy el silogismo de san Buenaventura: igual que el timonel se sienta en la proa para proporcionar la buena dirección al barco, el ser humano, para conducir su vida según el modelo de una vida buena tiene que imaginarse constantemente ya fallecido?».
Mi coche es eléctrico y silencioso, permite la meditación y el recogimiento. Cuando entraba en la M-40, me he acordado de que san Ambrosio escribió una obra que se titula De bono mortis [Sobre el bien de la muerte: sobre el bien que supone la muerte]. ¡Qué atrevimiento!, me he dicho. Me he puesto otra vez en plan Martina. «Si la vida es un bien, ¿por qué es un bien a la vez la muerte? ¡Qué absurda paradoja!». No tan absurda, he seguido recordando, porque san Ambrosio distingue tres muertes. Una mala y dos buenas. La mala es la muerte del alma por el pecado. Las buenas son la muerte mística, que consiste en morir al pecado y vivir según propone Jesucristo, y la muerte natural, al final de nuestra vida, porque abre la vida del mundo futuro.
Al llegar a casa, me he puesto a leer. El hombre «necesita la eternidad» porque «cualquier otra esperanza se queda demasiado corta», escribe Joseph Ratzinger en la obra que tenía en mis manos y que me ha tranquilizado. Si el hombre ha sido arrojado a la muerte, «también él es una cosa entre las cosas, que se puede tirar y manejar como ellas. Mas si no se convierte nunca en mero desecho, si el valor que le corresponde se llama eternidad, su dignidad se mantendrá ininterrumpidamente e impregnará su vida».
Lo que sigue de Ratzinger me parece brillante. Responde perfectamente a la pregunta de Martina sobre los que esperan que la técnica y la medicina venzan la muerte. Subraya: «Cuando se promete el paraíso a las generaciones futuras, pero al individuo particular exclusivamente la nada, es decir, la muerte, no se ha prometido nada a nadie». De un futuro que «sea solo futuro, no presente, no puede en modo alguno participar el hombre: esperarlo hará de los días un tiempo demasiado largo». Un presente que sea solo presente sin nada después «es un presente sin esperanza». Solo la eternidad puede «unir presente y futuro». En resumen: «Aquellos que nos han disuadido o quieren disuadirnos de la fe en el cielo no nos han regalado la tierra, sino que han hecho de ella una región yerma y vacía: la han cubierto de oscuridad».
Enviaré un correo electrónico a Martina y Pablo con todo esto. Les aclararé, porque son muy escrupulosos con los derechos de autor, que las cita de san Ambrosio y de san Buenaventura las memoricé de:
—Biffart, Dieter. (2025, noviembre). «Wenn nun das Leben als ein Gut gilt, wie is dann der Tod kein Übel?» [«Así pues, si la vida vale como bien, ¿por qué la muerte no es entonces un mal?»]. Informationsblatt. Priesterbruderschaft St. Petrus (Wigratzbad, Alemania), 8-9.
Las de Ratzinger proceden de:
—Ratzinger, Joseph. (2022). Cooperadores de la verdad. Reflexiones para cada día del año. Introducción, trad. y notas de José Luis del Barco. Rialp, 427-8.
Autor:
José Manuel Grau Navarro
Foto:
Imagen del óleo Abtei im Eichwald (Abadía en el robledal), de Caspar David Friedrich. Dominio público vía
Wikimedia Commons
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